Es mi propósito, en esta fecha honrar la
memoria de las mujeres inmigrantes que, en distintas fechas y desde diferentes
países llegaron a nuestro pueblo.
Ellas, pequeñas con sus padres, o adultas con su
marido y sus niños, dejaron su tierra de nacimiento, sus familiares, sus
afectos y tal vez sus ilusiones. Partieron rumbo a otro país de gente, paisaje,
lengua y costumbres desconocidos. Sabían, sí, del viaje largo y azaroso que les
esperaba. Su maleta más grande sería seguramente la de la esperanza y la fe:
esperanza en el porvenir a ganar con su trabajo y fe en la mano que Dios les
tendería.
Sin duda fueron las mujeres, por más sensibles
y débiles, las que más sufrieron el desgarro de la partida; el corte, quizá
definitivo, con lo que dejaban.
Doña Sofía Currat, mi abuela, fue la
inmigrante suiza que más cerca tuve y voy a recordarla sabiendo desde ya, que
muchas la habrán superado en sus virtudes y capacidades, y que, para tantas
otras, sobre todo para las primeras en llegar, la lucha habrá sido más pesada,
más difícil, más intensa.
La familia Ginsberg, que ese era el apellido
de Sofía, llegó a Baradero en el año 1864 (17/11/1885
en el buque “Ville de Maceio” según los registros del CEMLA). Benjamina Corboz
y Frederic Titus Ginsberg con cinco hijos, cuatro mujeres y un varón, vivieron
en la vieja casa que existía donde hoy se levanta el edificio de departamentos
de la calle Bulnes.
Muy pronto Sofía se casó con el herrero León
Currat (1887), quien había llegado
con sus padres y hermanos, a la edad de tres años, en noviembre de 1867.
Tiempo después, los padres y hermanos de
Sofía, se radicaron en San Juan.
Mi abuela trajo de Suiza su diploma de Modista
y Sombrerera. Mientras criaba y educaba a sus siete hijos, regenteó un pequeño
taller de costura en la habitación más grande de su casa, la de la esquina de
Santa María de Oro y Cabrera, donde muchas jóvenes criollas, aprendieron de
ella el oficio de la costura.
A su profesión le agregó muchas habilidades.
Como cocinera, sus platos olían como los mejores: sopas cremosas; budines;
tortillas; bocadillos; papas a la suiza o papas al gratín; los fideos con
manteca y queso, cubiertos con abundante pan y queso rallados y al horno bien
caliente. Sus pastas caseras: tallarines, ravioles, ñoquis, los alcauciles al
infierno; las hamburguesas que ella llamaba “bifes alemanes”; recuerdo por
último la choucrute que preparaban en
un barril de madera.
La canela siempre acompañaba a su arroz con
leche y a muchos postres. La sémola con leche desmoldada sobre un plato hondo,
era bañada con una salsa hecha con vino, azúcar y canela.
Sus dulces, licores y jarabes para la tos, no
faltaban en su gran aparador verde, lo mismo que las conservas, pickles y
escabeches.
Todo se hacía en la casa, sábanas, manteles,
servilletas, cortinas y hasta colchones de lana; almohadas y acolchados de
plumas.
Recuerdo a mi abuela con su tejido de cuatro
agujas. En sus manos medias y guantes tomaban rápidamente la forma y el tamaño
deseado.
Quiero destacar también el perfil generoso de
la abuela Sofía. Ella acudía siempre en ayuda de algún vecino enfermo,
colaborando con su experiencia y trabajo.
Mi madre nos contaba que en esa casa era común
se alojaran suizos recién llegados, hasta que se les conseguía una ocupación y
una vivienda segura.
Inmigrantes italianos, numerosos en el barrio,
encontraban en la abuela Sofía orientación, apoyo y ayuda en los primeros
tiempos en esta su nueva tierra.
La Sociedad Suiza de Socorros Mutuos de
Baradero, la contó siempre entre las organizadoras de celebraciones y
festividades. Y, ya pasados los días de intenso trabajo, integró durante mucho
tiempo la Comisión de Damas del Hospital Municipal San José.
Siempre tenía a mano una golosina, un
chocolate, una fruta o galletitas para el nieto que la visitaba. Paciente y
cariñosa con los pequeños a quienes brindaba toda su atención.
Hijos, nietos y bisnietos hemos escuchado de
ella una cancioncilla que dice así: